10 razones para odiar a Berlanga y una para amarle

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Arrastraría Luis García Berlanga sus odiadores como cualquier persona de talento que tuviera éxito y fama en vida. De eso no hay duda. Dicho esto, pocos españoles se han muerto gozando de tanto cariño y reconocimiento como lo hizo el director valenciano en 2010. Todo merecido: capturó como pocos el alma de un país y nos lo mostró sin piedad pero con gracia y lucidez, y además durante varias décadas. A los cien años de su nacimiento, varios libros recientes celebran su existencia y la vigencia de sus grandes películas. Así que toca hacer de abogado del diablo y afearle unas cuantas cosas al maestro. Que nadie le defienda, que puede él solo.


Berlanga hedonista


Odiosamente hedonista. Desvergonzadamente feliz. A Berlanga siempre le he imaginado hipocondriaco y con miedo a morirse, sí, pero aún más como una persona profundamente disfrutona de los placeres de la vida, con todo a favor, una mujer bellísima, unos hijos talentosos y sin problemas económicos desde la cuna. No se me escapa que la guerra civil le pilló con quince años y que no debió ser precisamente una juerga su decisión de alistarse, siendo todavía un chaval, en la División Azul y luchar en la URSS al lado de los nazis. Frío y miedo extremos para lograr un poco de admiración de las chicas, algo de aventura y la clemencia del gobierno franquista que había condenado a muerte a su padre. Sin quitarle importancia a ese episodio, siempre es un poco odioso cruzarse con alguien que disfruta tanto de su profesión. 


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En el caso de Berlanga, la envidia se desbordaba cuando le oías contar cómo preparaba sus historias con Rafael Azcona, guionista de buena parte de su obra. Quedaban en una cafetería o en la terraza de un bar a charlar y mirar la vida pasar sin la presión del reloj ni el calendario, comentando noticias e intuyendo posibles tramas pero sobre todo observando mozas de buen ver y escuchando conversaciones ajenas. Azcona no se sentaba a la máquina de escribir hasta que no tenían claro qué querían contar. En el libro de entrevistas ¡Bienvenido, Mr. Berlanga! (1993), nuestro hombre le contaba a Carlos Cañeque y Maite Grau que lograban tal nivel de desconexión hablando de sus cosas que los grandes avances surgían cuando se les olvidaba por completo que estaban allí juntos para escribir una película. En fin, nos figuramos la frustración de tantos guiones que no llegaron a buen puerto en tiempos de escasa libertad pero también la alegría de tantas jornadas felices entre dos amigos. En el libro de Antonio Gómez Rufo, Berlanga, contra el poder y la gloria, publicado en 1990, le leímos que “Rafael Azcona es el hombre más importante de mi vida. Incluso si hay algún atisbo, no de homosexualidad, pero sí de la presión a la que puede llegar una relación entre hombres, yo diría que salvo algún amigo de la adolescencia, por el cual sentí ese sentimiento, con Rafael siento eso que se llama amistad”. Así cualquiera es workaholic.


Berlanga misógino


¿Habría seguido hoy diciendo lo que decía cuando le preguntaban por su visión de las mujeres? Como el grupo, que aniquila siempre al individuo, la mujer fue su otra bestia negra. Lo decía y lo mostraba en su cine; abiertamente en películas como La boutique, Vivan los novios o Tamaño natural, donde, en el colmo de la superioridad femenina sobre el varón, una muñeca de poliuretano acaba destruyendo a un dentista de París interpretado por Michel Piccoli. Cuando le acusaban de machista, se defendía alegando que no creía que la mujer fuera inferior y añadía tan pancho que “ojalá fuese de ese modo”. Así les explicó su visión del tema a Manuel Hidalgo y Juan Hernández Les en El último austrohúngaro. Conversaciones con Berlanga, felizmente reeditado y ampliado el año pasado. “Mi misoginia nace de considerar a la mujer como un tirano, un ser superior, biológicamente superior y, como todo tirano, un ser fascinante y odioso a un tiempo, un ser que te aterroriza, te domina y te controla, un ser al que tú quieres derribar de su pedestal”. En su ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, la directora Josefina Molina, que dedicó su discurso a la figura femenina en la filmografía del autor de La vaquilla, dijo: “Al acercarse a una mujer, Berlanga prefiere pensar: esperemos que sea tonta porque así la podré manejar enseguida; y si es lista, mejor porque me abandonará pronto y me podré dedicar a mis cosas”.


Berlanga intraducible


Más que odiar a Berlanga, odiamos que no se las apañara para que su mejor cine nos representara al otro lado de los Pirineos. ¿Cómo es posible que El verdugo o Plácido no se citen fuera de España entre las grandes cintas europeas a la altura de las mejores de Bergman, Truffaut o Rossellini? ¿Demasiado localista? ¿Acaso no lo son Fellini o Dreyer? Quizá la pregunta más oportuna sea cómo diablos pueden doblarse o subtitularse a otros idiomas algunos de los legendarios planos secuencia de Plácido con tantos personajes hablando a la vez, con aquel alucinante barullo, con aquellas increíbles voces de nuestros mejores característicos, los Ciges, Alexandre, Caba Alba, Quintillá… Como dice Luis Alegre en esa carta de amor al maestro ilustrada por El Marqués que es ¡Hasta siempre, Míster Berlanga!, “todo el mundo habla, pero nadie escucha. La incomunicación es desoladora. Cada cual va a lo suyo y la empatía es nula. No hay grandeza, casi todos son lamentables. El milagro es que, pese a ello, apreciamos en los personajes una extraña humanidad”. Bueno, puestos a odiar, odiemos un poco a Buñuel, que tenía potestad en los sesenta para prescribir más allá de nuestras fronteras el universo berlanguiano y decidió casi siempre celebrar el de Carlos Saura.


Berlanga fanfarrón


A Berlanga uno se lo cree a pie juntillas cuando afirma haber sido un tímido patológico, un rasgo de carácter que heredó uno de sus hijos, el gran Carlos Berlanga, que falleció ocho antes que su padre y que fue compositor de unos cuantos himnos del pop español. En cambio, podía ser un poco cargante cuando se tiraba el pisto desde su casoplón de Somosaguas con su ideario anarquista y sus declaraciones a favor de la irresponsabilidad y el libertinaje. Tenía, todo hay que decirlo, toda la pinta de ser en la intimidad más calzonazos que licencioso. De “fanfarrón negativo”, que farda de hacer las cosas mal, lo calificó Juan Antonio Bardem, a quien quiso y detestó con igual intensidad, con el que dirigió a medias su primera película (Esa pareja feliz, un arranque de modernidad entre tanto celuloide patriótico, folclórico y religioso) y con el que escribió la fábula más recordada del cine español (¡Bienvenido, Mister Marshall!). Otro amigo, Perico Beltrán, guionista de El extraño viaje y actor con papeles pequeños en varias cintas de Berlanga, tenía su propia teoría sobre esa manera de ser: “al ser Luis un hombre de inteligencia superior tiende a contarte, de antemano, sus propios defectos y, al exagerarlos, obtiene un doble resultado: nadie se los puede reprochar y, además, te gana para su causa”.


Berlanga erotómano


Pues como en el punto anterior: dime de qué presumes y te diré de qué careces. A su favor, es que admitía ser un experto con mucha teoría en la cabeza y poca práctica en el resto del cuerpo. Confesaba su afición al sadomasoquismo, creó y dirigió la colección La sonrisa vertical de la editorial Tusquets y atesoró una de las mejores colecciones de revistas eróticas del país, pero tanto conocimiento sobre la materia apenas cuajó en su cine. Tuvo ofertas para llevar algunos clásicos del género a la gran pantalla y siempre acabó declinando.


Berlanga desaliñado


Desaliñado, incluso escatológico. En sus últimos años, elogiaba el cine de Mariano Ozores como lanzando un mensaje –en plan me da igual lo que escribáis- a los críticos más críticos con sus filmes de los ochenta como Moros y cristianos. En su defensa, habrá que decir que se le iban muriendo sus “monstruos”, esos actores a los que siempre llamaba y que sabían decir mejor que nadie las frases que escribía para ellos. “La escatología es una vacuna y si me atacan en eso, me dan todavía más ganas de introducirlo en mis películas. En cualquier caso, estoy dispuesto a ceder mi dignidad de creador exquisito ante algo que haga reír a la gente”. Esta opinión la recoge y cuestiona ligeramente Miguel Ángel Villena en Berlanga, vida y cine de un creador irreverente, merecedora del último premio Comillas de biografías y la más completa de las publicadas hasta la fecha.


Berlanga dubitativo


Dubitativo hasta el extremo de exasperar a su mejor partenaire, Rafael Azcona. Vacilante y también mentirosete como lo son los niños, peterpanesco eterno. Villena señala que entre los muchos testimonios recogidos para su libro predomina una coincidencia: Berlanga fue un niño grande que necesitaba ser mimado. “Tenía esa ingenuidad del artista que vive en su mundo, ajeno al comportamiento despiadado de las empresas y a los caprichos de los productores”.


Berlanga perezoso


Es bastante justo odiarle por perezoso, por no haber hecho una película al año durante los sesenta, en su periodo de madurez creativa. Y quizá sea eso un poco injusto si sabemos lo mucho que trabajó y no llegó a los platós. En su Carta abierta a Berlanga, escrita en 1978, Diego Galán cerraba aquel texto citando los títulos de una treintena de guiones que pudo atisbar en un armario del cineasta a la espera de encontrar productor o superar la censura. Fama de vago pues que habría que revisar.


Berlanga cruel


¿Cómo no odiar a un tipo que no tuvo piedad en mostrarnos con tanto tesón lo peor de nosotros mismos? Tuvo, eso sí, el detalle de hacerlo siempre en tono de comedia, con grandes dosis de humor aunque fuera negro, provocando la sonrisa aunque a veces te la congelara. Su mirada sobre la sociedad española no dejó títere con cabeza: nuestras hipocresías, nuestra incapacidad para escucharnos, nuestras represiones y trampas, nuestras supersticiones, clasismos y corrupciones. Demostró que sus dardos no discriminaban, que iban en todas las direcciones, sobre los ricos y los pobres, los de izquierda y derecha, los hombres y las mujeres; que su merecida fama de misógino no oculte que ellos suelen salir en la foto más ridículos, egoístas y miserables que ellas.


Berlanga profeta


Tuvo, como dice Luis Alegre, un don para atrapar el aire de una época siniestra. Cuando su cine perdió músculo, se reveló como un asombroso vidente. Quienes en 1993 vieron una exageración en el estreno de Todos a la cárcel tuvieron que admitir años después que el director se había quedado corto en el retrato. Podemos odiarle por ponernos un espejo delante pero no echarle en cara que el espejo estaba deformado.


Berlanga genial


¿Una razón para amarle? Le podríamos amar por su elegancia en el vestir, por descubrirnos la comicidad de Luis Escobar o por firmar el mejor alegato realizado nunca contra la pena de muerte. También podría ser –esto es más personal- por decir en la televisión, cada vez que tenía ocasión, que a él de mayor le gustaría ser Fernando Fernán-Gómez; por inventarse un personaje como Jaime Canivell y elegir a José Sazatornil para interpretarlo, por no enfadarse tanto con Pepe Isbert en ¡Bienvenido, Míster Marshall! como para no seguir llamándole hasta que la salud dejó sin voz al mejor alcalde del cine español. Hay muchas razones. Como la idea es elegir una, diremos que estaremos siempre en deuda con él por enriquecer nuestra mirada. Basta haber visto unas cuantas películas suyas para aprender a detectar lo berlanguiano en esas situaciones cotidianas que devienen ridículas pero siempre realistas, que muestra su lado más cruel sin renunciar a cierta ternura, que nos hacen reír aunque a veces no tengan gracia. Berlanga for ever.