LORD MARCHEN 11: ¡CARRY ON!

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Las fatídicas horas del rodaje, por fin, habían exhalado su último suspiro. Tras un dilatado peregrinaje a través de la penumbra y la luz artificial, todo parecía abocarse a un silencio final, aunque ahora nos adentrábamos en los laberínticos senderos de la postproducción. En las hojas de mi diario, cual sepulcro de tinta, custodiaba las narradas aventuras, mi cuervo dibujado, emblema singular, vigilaba como un espectro los misterios sufridos y, sobre todo, el privilegio de haber compartido este trance junto a un alma tan proteica y un equipo de espíritus afines: Mendoza, Macatangay, María, Alba, Adri, Juan José, Ainara, Alicia, Verónica, Fran, Sergio, Oliver, Mailo, Joni, Virginia, Mili, Laura, Carlos, Enrique, Jesús, Lidia, Trigueros, y la plétora de nombres que la memoria atesora, y por supuesto, el Ilustre Castelo-Appleton, cuyo mecenazgo siempre nos amparó bajo cualquier designio del destino.


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Sin embargo, una sombra sutil, un presagio inquietante, parecía empañar la alegría palpable. Por un lado, el júbilo danzaba, ¡oh, sí!, pero en el fulgor de ciertas miradas, una melancolía espectral se dejaba entrever. Alba y Adri, la pareja que había insuflado vida a los personajes principales, sentían en sus corazones la esperanza de seguir tejiendo su arte en futuros lienzos. Los técnicos, avezados aprendices, habían desentrañado una peculiar alquimia para capturar imágenes, para ordenar las tomas, para extraer recursos etéreos de la era digital, todo ello guiados por los sabios consejos de Mendoza.


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Por otra parte, desde mi observatorio distante, percibía a María más grave de lo habitual, un velo de tristeza oscurecía su semblante, absorta en el inevitable adiós que se cernía como un sudario. Mendoza, con su espíritu vivaz, se acercó a conjurar su pena.


¡Cuántas escenas habían compartido!, instantes donde incluso ella había percibido la nerviosa agitación en sus ojos cuando sus miradas debían entrelazarse en los momentos más embriagadores de romance. Y ahora, tras la tensión palpable de aquellos simulacros de pasión, sus almas parecían resistirse a la separación. 


Quizás intentando eludir una despedida, o tal vez, ¡ah!, por la verdadera y oscura llamada de sus corazones… 


Mendoza tomó sus manos con una suavidad espectral, mientras sus ojos no abandonaban los de ella. Ya no eran sombras danzando en la ficción. Sus miradas se sostenían de una manera distinta, casi poseída por una magia arcana. Ambos permanecían en un silencio sepulcral, bañados por la luz mortecina pero cálida de uno de los focos que aún permanecían encendidos. Ella se aferró a él en un abrazo que conjuraba la despedida. No pronunciaban palabra alguna, tan solo el ominoso latir de sus corazones resonaba en el aire, como si aquella escena estuviese preescrita en los pergaminos del destino.


"No hay por qué pronunciar adiós," susurró él, mientras volvía a acariciar sus manos, cual reliquias de un amor incipiente.


"¿Qué oscuro hechizo nos embarga?"


"Conoces la respuesta que reside en las profundidades de tu alma."


Desde mi lejanía, no lograba desentrañar por completo el significado de aquella escena, pero la consigné en mi diario como una subtrama necesaria, un hilo oscuro tejido en la trama principal. Aquello no concluiría allí, de ello estaba seguro. Mientras, permanecí atento a sus murmullos.


"Siempre nos quedará el consuelo de danzar la salsa en la playa, bajo la pálida luna," dijo él, con un matiz de ironía que solo sus almas gemelas podían descifrar.


"¡Y no olvides adquirir los cerillos!", respondió ella, con una sonrisa en su código particular, un vestigio de una de las sesiones de grabación, un eco de un instante compartido.


Cada uno se alejó, sin proferir el fatídico adiós. La intensidad del foco que los había iluminado fluctuó, como el último aliento de un espectro. La máquina de humo, poseída por una voluntad invisible, se activó por sí sola, y la habitación se anegó en una niebla fantasmal. Mendoza se detuvo, su mirada clavada en el pasado. María se giró en ese preciso instante. ¡Ah, la magia! No podía permanecer oculta bajo el velo de la realidad. Aquel momento no sería el epílogo. Ambos corrieron, sus figuras espectrales fundiéndose en un abrazo, y por primera vez, sus labios se unieron en un beso que trascendía la ficción. Una luz sobrenatural lo inundó todo. Un júbilo oscuro, pero profundo, embargó mi alma.


Aquello, si no estaba escrito en los astros, ahora ya lo está, sellado en las páginas de mi diario.


Desde este lugar desolado, Lord Marchen rubrica su estancia con este hermoso final, un último trazo de luz en la oscuridad. Sin duda alguna: 


¡Carry On!