¡Insólito, empero verídico!
Mis atribulados ojos rehúsan conceder crédito a la escena que ante ellos se ha desarrollado. Nos hallamos en el décimo día de la laboriosa grabación, y nuestro diligente director, el señor Mendoza, irradia una contenta satisfacción, pues su ambicioso proyecto se acerca a su término. Pocas jornadas restan, según sus propias palabras nos ha manifestado.
Sin embargo, el espectro del misterio y un aura de embrujo pertinaz continúan hechizando esta empresa fílmica. En esta ocasión, la sinrazón, cual ponzoñosa hiedra, ha logrado asir a un visitante fortuito, un alma curiosa que había acudido con la humilde intención de ser un mero espectador, observando desde la prudente distancia. La innata amabilidad que distingue a nuestro equipo le permitió acercarse al set, aunque bajo la expresa y terminante prohibición de capturar imagen alguna, dada la intrínseca confidencialidad del evento que allí se desarrollaba.
En un principio, su comportamiento no ofrecía motivo alguno de alarma. Se mostraba curioso, como cualquier otro mortal que se acerca a presenciar una novedad. Empero, mi atención fue súbitamente capturada por un hecho singular: un cuervo, de plumaje ébano y mirada penetrante, se posó cerca de él. "¡Nuestro cuervo!", exclamé con un dejo de alegría, pues parecía que en todas las sesiones, o en casi todas, un ave de tal especie nos había acompañado, quizás a modo de protector silencioso o de espíritu errante, misteriosamente vinculado a nuestra labor.
Mas, transcurrida la primera hora de su presencia, su comportamiento errático comenzó a sembrar en mi espíritu una semilla de duda, obligándome a mantenerme vigilante ante posibles reacciones inesperadas. Y, ¡ay!, mis temores no tardaron en materializarse. De pronto, su rostro se tornó pálido como el disco lunar en una noche sin nubes. Sus ojos, desorbitados y vidriosos, parecían a punto de salirse de sus cuencas. Su cuerpo quedó rígido, tenso como una cuerda de arpa a punto de romperse, y un grito desgarrador escapó de sus labios. Su mirada, cargada de un terror primigenio, recorría con espanto a todo el elenco allí presente.
Detuvimos la grabación de inmediato, y con premura nos acercamos al afligido visitante. El Oriental, nuestro avezado compañero Macatangay, con su pragmática visión del mundo, aventuró la hipótesis de que o bien le estaba sobrecogiendo un ataque de índole epiléptica, o bien estaría sufriendo los ominosos efectos de alguna sustancia sicotrópica, capaz de perturbar la razón y desatar visiones fantasmagóricas. Mendoza, siempre dueño de una prudencia encomiable y un valor que le honra, mostró en principio una genuina preocupación. Mas, al constatar que no se trataba de ninguno de los males que el perspicaz Macatangay había conjeturado, con la firmeza que le caracteriza, le invitó cortésmente a abandonar el lugar.
Fue entonces cuando aquel hombre, presa de una agitación incomprensible, se arrodilló súbitamente ante nuestro director. Con voz entrecortada y ojos febriles, comenzó a proferir palabras de un cariz apocalíptico, asegurando que el fin de los tiempos ya había llegado, implorando piedad y solicitando el perdón por sus supuestos pecados. Nadie allí presente lograba comprender el significado de sus desvaríos, salvo este humilde narrador, cuya mente comenzaba a atar cabos de una manera inquietante.
Y de repente, ¡oh, portento inaudito!, ante los ojos atónitos de todos, ante la impávida lente de las cámaras, ante mi propia y perpleja presencia, una niebla espesa, de una blancura espectral, comenzó a elevarse del suelo, envolviendo la escena en un sudario opaco. Y al disiparse, tan súbitamente como había aparecido, aquella persona… ¡ya no estaba allí!
Un murmullo de asombro recorrió al equipo. Todos nos encontrábamos sumidos en la más profunda extrañeza, intentando asimilar lo que nuestros sentidos acababan de registrar.
¿Qué diablos acababa de suceder? ¿Dónde se había esfumado aquel desventurado?
Nuevamente, un suceso extraordinario, teñido de un aura sobrenatural, se entrelazaba con la grabación de nuestra película. Empero, Mendoza, imperturbable ante la sorpresa y con una firmeza admirable, animó a su equipo a proseguir con su labor. "¡Carry On!", exclamó el intrépido Macatangay, siendo el primero en seguir sus pasos y predicando con elocuencia a través del ejemplo. "Ya encontraremos una explicación lógica a este… peculiar incidente".
Así concluye, por el momento, este décimo capítulo de los extraños sucesos que rodean la filmación de nuestro proyecto. La sombra de la locura ha danzado brevemente entre nosotros, dejando tras de sí un velo de misterio que, sin duda, seguirá intrigándonos en las noches venideras. Que la razón y la cordura nos guíen en los días que aún nos restan.