En este día aciago, la fortuna nos ha sido esquiva. Dos de nuestros histriones, presa de la inclemencia del tiempo y las garras de la influenza, han claudicado en su empeño.
Ante tal adversidad, nos hemos visto compelidos a suspender la filmación.
¡Nuevamente, las sombras se ciernen sobre nuestro equipo!
El espectro de aquella dama de antaño, cuyo deceso acaeció en este hotel impío, parece acecharnos junto a su cohorte de sombras lacayas, cuyo afán es dilatar nuestro cometido, quizá para impedir que alcancemos nuestro objetivo, o quizá para expulsarnos de lo que consideran su morada. Mas los que aún permanecemos en pie no tememos enfrentarnos a lo ignoto. Quizá esta película no sea más que un reflejo de la cruda realidad.
Es algo que, por el momento, solo puedo consignar en este diario.
El director Mendoza, con valentía encomiable, se adentra en la oscuridad del hotel, buscando respuestas. Yo le sigo, pluma en mano. Junto a nosotros, el oriental Macatangay y el inquieto De Vil. Recorremos los laberínticos pasillos de esta mansión en silencio sepulcral. Nos alumbran torpemente unos focos portátiles de utilería. Inspeccionamos las habitaciones, y por un instante nos sentimos actores de nuestra propia película.
Al fondo, descubrimos unos libros añejos, y pensamos que nuestro guion ha sido escrito por un ser superior con dotes de mediumnidad, pues parece que el futuro de lo escrito se cumple inexorablemente. Empero, solo un libro captó nuestra atención.
Era de uno de los grandes, Poe, y nos preguntamos qué hacía allí, en este viejo hotel. Sin duda, un ambiente ideal para leerle, e incluso un cuervo enorme apareció en una de las ventanas.
Nos sorprendió lo que llevaba en su pico: ¡un anillo!
Inmediatamente, acudió a mi memoria la imagen de ese mismo anillo en el escudo de Appleton, una Universidad Privada que siempre nos da voz para que nunca se extinga nuestro eco. "¡Qué casualidad!", exclamé con un punto de ironía, aludiendo al libro y al lugar en el que nos encontrábamos.
Mendoza nos aconsejó regresar al puesto de control, donde teníamos nuestros equipos, pues había notado algo y quería comprobar si su cámara lo había captado. Cuentan las lenguas antiguas, aquellas herencias de los sumerios o indios Hopi, o la de los eveck o inuit legendarios, que si la tecnología actual fuese capaz de captar algún espíritu o ser sombra, estos quedarían atrapados y debilitados en un lugar distinto al que nos atormentaban. ¿Se referirían al Érebo impío?
Un lugar más profundo que el propio Tártaro, una cárcel de difícil salida, por no decir imposible.
Y, precisamente, el doctor Mendoza decía haber fotografiado algo. Sin dudarlo, regresamos al campamento base, en la entrada del hotel, donde teníamos nuestros trípodes, focos, el dron maltrecho de la jornada anterior y nuestro ordenador portátil, con el que analizábamos todas las grabaciones.
Casi en penumbra, Macatangay introdujo la tarjeta de memoria de la cámara en el portátil y comenzamos a visualizarlo todo. Una atmósfera caótica, imágenes perfectas, con luces y sombras acordes con la línea de nuestra historia. De pronto, la imagen tembló. Todos lo vimos. La imagen de una de las habitaciones parecía distorsionarse, como si tuviera interferencias. "¡Qué magia es esta!", exclamé, asombrado por lo que veía.
No me atrevía siquiera a respirar para no perder un segundo de lo que sucedía. De pronto, Mendoza nos alertó que estábamos llegando al minuto donde le pareció ver algo y prestamos más atención. De Vil exclamó que por fin había grabado una sirena. "¿En tierra?", le pregunté. "No, esa no es la concepción real de sirena, ¡te refieres a una náyade!", me contestó.
En ese momento preciso, donde la tensión y los nervios crecían, las sombras nos volvieron a atacar y se "cargaron" nuestro portátil.
La pantalla se apagó, el ordenador no reaccionaba, si bien mantenía su procesador encendido.
"¡No puede ser!", exclamaba una y otra vez el oriental Macatangay.
"¡Increíble!", exclamó De Vil, recordando que la vez anterior nos habíamos quedado sin una de nuestras cámaras y sin el dron. Ahora era el turno del ordenador.
Mendoza reía por no llorar. Contenía su ira para no arrasar todo el hotel y acabar con la maldición de las sombras. Yo sentí nuevamente que alguien nos observaba y, al mirar al final de la escalera, me pareció ver a aquella dama de blanco, meditabunda y triste.
Pensé que ella no nos enviaba a sus acólitos, sino que estos actuaban por sí mismos.
Realmente, estábamos dentro de una película.
Lord Marchen.