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Hace muchos años, tuve la oportunidad de ser designado para colaborar en el tercer motor de la Revolución Bolivariana, el de la educación. Concebida como una transformación radical de la sociedad y el Estado, su génesis se arraigó en la promesa de una redistribución de la riqueza y un empoderamiento de las clases populares. En este contexto, el carisma y la visión de su líder fundador, Hugo Chávez, constituyeron el pilar fundamental sobre el cual se edificó una estructura de poder con aspiraciones de permanencia. Mi labor, en un momento crucial de su desarrollo, me permitió ser testigo directo de la ambición y la complejidad del proyecto.
No obstante, el transcurso del tiempo y el cambio de liderazgo han proyectado una sombra sobre el ideal revolucionario original. Desde mi perspectiva, hoy día lo que en su momento fue una audaz iniciativa política ha mutado en una parodia de sus propios principios. El discurso y las acciones del actual gobierno venezolano, lejos de reflejar la seriedad y el compromiso con el pueblo, parecen estar imbuido de una retórica vacía que contrasta agudamente con la visión de Chávez y, en un plano más amplio, con la disciplina ideológica de figuras como Fidel Castro.
Este análisis busca examinar esa transición, explorando la fractura entre el ideal y la realidad actual. Me centraré en la figura de Hugo Chávez y su indudable magnetismo personal e intelectual, así como en la influencia que ejerció su relación con Fidel Castro. Posteriormente, analizaré las señales de lo que considero la desvirtuación del proyecto chavista, manifestada en gestos de confrontación que parecen más teatrales que estratégicos. Finalmente, abordaré el panorama geopolítico actual, ofreciendo una visión desde un punto de vista que, si bien me identifico como “Trumpista”, busco ser comprensivo con las lógicas de poder y las transformaciones que líderes como Trump y Bukele están implementando en la geopolítica contemporánea. Creo firmemente que una comprensión completa de esta dinámica requiere trascender las etiquetas y analizar los movimientos en el tablero mundial con una perspectiva crítica y sin prejuicios.
Cuando me uní al proyecto del “tercer motor” de la Revolución Bolivariana, el de la educación, fui testigo de la inmensa energía y el potencial que se le atribuía a este pilar. Para el gobierno de Chávez, la educación no era simplemente la transmisión de conocimientos, sino una herramienta de concientización y liberación social. El objetivo era romper con las estructuras de poder tradicionales, democratizando el acceso al saber y, por ende, al poder. Se diseñaron y lanzaron misiones educativas como la Misión Robinson, la Misión Ribas y la Misión Sucre, destinadas a alfabetizar, culminar la educación secundaria y superior, respectivamente, para las poblaciones más desfavorecidas. En ese momento, la intención era genuina, y la inversión en capital humano era vista como la inversión más estratégica para el futuro de la nación.
El carisma de Hugo Chávez fue un elemento catalizador para la puesta en marcha de estos ambiciosos programas. Su capacidad para conectar con las masas no tenía parangón. Hablaba el mismo idioma que el pueblo, sus discursos estaban salpicados de anécdotas personales, referencias históricas y un lenguaje emotivo que creaba una conexión profunda y personal con millones de venezolanos. Este magnetismo no era una simple habilidad oratoria; era la manifestación de una convicción y una pasión que inspiraban lealtad y movilizaban voluntades. Yo, en mis interacciones, observé cómo su presencia y su palabra podían transformar el estado de ánimo de un colectivo entero, generando esperanza y sentido de pertenencia.
La relación intelectual de Chávez con Fidel Castro fue, sin duda, una de las asociaciones más influyentes de la política del siglo XXI. Castro, a quien considero uno de los hombres más inteligentes que he conocido, poseía una perspicacia táctica y estratégica inigualable. Su intelecto, enciclopédico y metódico, complementaba el ímpetu más visceral y carismático de Chávez. Las discusiones entre ambos líderes, de las que fui afortunado de presenciar fragmentos, eran verdaderas clases magistrales de geopolítica, historia y estrategia ideológica. Sentirme “pequeño a nivel intelectual” en su presencia no era una muestra de debilidad, sino un reconocimiento de la magnitud de su pensamiento. Castro aportó a Chávez un marco ideológico, una visión de largo plazo y una praxis revolucionaria que se había perfeccionado durante décadas en Cuba. Esta simbiosis intelectual fue crucial para la consolidación inicial del proyecto bolivariano, dándole una profundidad y una coherencia ideológica que, de otra forma, podría haberse quedado en un mero movimiento populista.
El panorama político actual en Venezuela presenta un marcado contraste con aquellos años de fervor y propósito. En mi visión, el chavismo como proyecto ideológico ha desaparecido, dando paso a una mera parodia de lo que fue. La falta de seriedad en la gestión gubernamental, las incongruencias económicas y la retórica de confrontación han minado la credibilidad tanto a nivel interno como internacional. Observo con preocupación cómo la administración actual ha adoptado una pose de desafío militar, con exhibiciones de milicianos y llamados a una confrontación bélica con Estados Unidos. Estas declaraciones dicen muy poco de la conciencia de sus líderes y, en lugar de proyectar fuerza y soberanía, revelan una profunda inseguridad y, peor aún, una falta de conciencia sobre las catastróficas consecuencias que una escalada bélica podría acarrear para el pueblo venezolano.
Un gobierno consciente de su responsabilidad para con sus ciudadanos jamás jugaría con la posibilidad de una guerra, un evento que significaría un sufrimiento incalculable. Esta retórica belicista me parece una lamentable estrategia de distracción, un intento desesperado por desviar la atención de los graves problemas internos que enfrenta la nación, como la hiperinflación, la escasez de bienes básicos y el éxodo masivo de su población. A diferencia de Chávez, quien en sus momentos más confrontacionales mantenía una visión estratégica clara, los actuales líderes parecen improvisar, confiando en gestos grandilocuentes que carecen de la sustancia y el respaldo popular de antaño. El respeto que Chávez cultivó se ha transformado en un miedo, una farsa de la autoridad que se sustenta en la represión y no en la legitimidad del voto o el apoyo genuino del pueblo.
Desde mi posición, que se identifica con la lógica política que ha caracterizado al presidente Donald Trump, la reacción del gobierno estadounidense ante la retórica venezolana es comprensible. El “trumpismo” no es una simple ideología, sino un enfoque pragmático y transaccional de las relaciones internacionales. Se basa en la premisa de que la diplomacia tradicional y las negociaciones multilaterales a menudo fracasan, y que la única forma de garantizar la seguridad y los intereses nacionales es a través de una demostración de poder y una postura de "fuerza a través de la paz." En este contexto, un reto público de una nación militarmente inferior no se interpreta como un acto de valentía, sino como una provocación que requiere una respuesta firme para no proyectar debilidad.
Personalmente, creo que una guerra o una invasión por parte de los Marines es sumamente improbable. La historia me enseña que las intervenciones militares estadounidenses, cuando ocurren, son rápidas y decisivas, diseñadas para lograr objetivos específicos con la menor exposición posible. Esto me recuerda al bloqueo de los misiles en Cuba en 1962, que sirve como un recordatorio claro de esta doctrina. En aquel entonces, la respuesta de Estados Unidos fue una medida contundente que no buscaba la guerra, sino la disuasión y el cumplimiento de un objetivo político (la retirada de los misiles). La situación actual con Venezuela, aunque tensa, no alcanza el nivel de amenaza existencial que representaba la crisis de los misiles. Por lo tanto, la respuesta estadounidense se ha enfocado en sanciones económicas y presión diplomática, herramientas más consistentes con una estrategia de disuasión que busca el colapso del régimen desde dentro, sin necesidad de un conflicto militar directo.
La figura de Donald Trump y, más recientemente, la de Nayib Bukele en El Salvador, han introducido cambios de suma importancia en la geopolítica global y regional, respectivamente. Ambos líderes, a pesar de sus diferencias, comparten una característica fundamental: la de desafiar el statu quo y las normas que han regido la política exterior por décadas. Trump, con su política de "América Primero," puso en cuestión la utilidad de las alianzas tradicionales, la globalización económica sin restricciones y la intervención militar en conflictos extranjeros. Su enfoque se basó en la renegociación de acuerdos comerciales y en una confrontación directa con adversarios percibidos, en lugar de la contención diplomática. Este cambio de paradigma ha reconfigurado las relaciones de poder a nivel mundial, obligando a naciones y bloques a repensar sus propias estrategias.
Por su parte, Nayib Bukele ha emergido como una figura que desafía la ortodoxia política en América Central. Su enfoque mano dura contra las pandillas ha logrado resultados tangibles en términos de seguridad, lo cual ha resonado fuertemente con una población cansada de la violencia endémica. Sin embargo, su método ha sido objeto de críticas por parte de organizaciones de derechos humanos y actores internacionales. Bukele, al igual que Trump, ha demostrado una predilección por la acción directa y el desprecio por las normas institucionales que considera ineficaces.
La convergencia de estos dos fenómenos reside en su capacidad para actuar fuera de los protocolos establecidos, apelando directamente a la voluntad popular y utilizando la fuerza simbólica para lograr sus objetivos. Ambos han redefinido la noción de liderazgo, optando por la contundencia en lugar de la cautela. Si bien sus contextos son radicalmente diferentes, la lección que extraigo de sus acciones es clara: los modelos tradicionales de poder están siendo desafiados por una nueva generación de líderes que prefieren el pragmatismo a la ideología, y la acción a la dilación. Esta nueva dinámica global es la que me permite comprender por qué la retórica de confrontación del actual gobierno venezolano resulta tan ineficaz y contraproducente. En un mundo donde el poder se manifiesta de manera directa y sin rodeos, el teatro de la guerra es un juego que nadie está dispuesto a jugar, y que solo sirve para evidenciar la debilidad de quienes lo proponen.
A modo de cierre, reafirmo mi tesis inicial: la Revolución Bolivariana ha transitado de un proyecto con una visión y un carisma excepcionales a una lamentable parodia de sí misma. El liderazgo actual, al carecer de la estatura intelectual y la visión estratégica de sus fundadores, ha recurrido a una retórica vacía y peligrosa que compromete la estabilidad de la nación. Al mismo tiempo, el panorama geopolítico se ha visto alterado de forma irreversible por la irrupción de líderes como Donald Trump y Nayib Bukele, quienes han demostrado que la acción directa y el desprecio por la ortodoxia política son herramientas poderosas para lograr sus objetivos. En este nuevo mundo, las amenazas vacías no tienen cabida, y la farsa de la confrontación militar solo sirve para evidenciar la fragilidad de quienes la promueven. Es por ello que, en un análisis riguroso, considero que la posibilidad de una guerra o invasión es remota. La historia me ha enseñado que el poder se manifiesta de manera diferente en cada época, y en la nuestra, la fuerza se muestra de forma pragmática, no a través de un teatro bélico que solo debilita al que lo representa.
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Many years ago, I had the opportunity to be appointed to collaborate on the third engine of the Bolivarian Revolution, that of education. Conceived as a radical transformation of society and the state, its genesis was rooted in the promise of a redistribution of wealth and the empowerment of the popular classes. In this context, the charisma and vision of its founding leader, Hugo Chávez, constituted the fundamental pillar on which a power structure with aspirations of permanence was built. My work, at a crucial moment in its development, allowed me to be a direct witness to the ambition and complexity of the project.
However, the passage of time and the change in leadership have cast a shadow over the original revolutionary ideal. From my perspective, what was once a bold political initiative has today mutated into a parody of its own principles. The discourse and actions of the current Venezuelan government, far from reflecting seriousness and commitment to the people, seem to be imbued with empty rhetoric that contrasts sharply with the vision of Chávez and, more broadly, with the ideological discipline of figures like Fidel Castro.
This analysis seeks to examine that transition, exploring the fracture between the ideal and the current reality. I will focus on the figure of Hugo Chávez and his undoubted personal and intellectual magnetism, as well as the influence his relationship with Fidel Castro exerted. Subsequently, I will analyze the signs of what I consider the perversion of the Chavista project, manifested in confrontational gestures that seem more theatrical than strategic. Finally, I will address the current geopolitical landscape, offering a view from a perspective that, although I identify as a “Trumpist,” seeks to be understanding of the logic of power and the transformations that leaders like Trump and Bukele are implementing in contemporary geopolitics. I firmly believe that a complete understanding of this dynamic requires transcending labels and analyzing the moves on the global board with a critical and unbiased perspective.
When I joined the project for the “third engine” of the Bolivarian Revolution, that of education, I witnessed the immense energy and potential attributed to this pillar. For the Chávez government, education was not merely the transmission of knowledge, but a tool for social awareness and liberation. The goal was to break with traditional power structures, democratizing access to knowledge and, therefore, to power. Educational missions such as Misión Robinson, Misión Ribas, and Misión Sucre were designed and launched, aimed at alfabetizing, completing secondary and higher education, respectively, for the most disadvantaged populations. At that time, the intention was genuine, and the investment in human capital was seen as the most strategic investment for the nation's future.
The charisma of Hugo Chávez was a catalytic element for the implementation of these ambitious programs. His ability to connect with the masses was unparalleled. He spoke the same language as the people; his speeches were peppered with personal anecdotes, historical references, and emotional language that created a deep and personal connection with millions of Venezuelans. This magnetism was not a simple oratorical skill; it was the manifestation of a conviction and a passion that inspired loyalty and mobilized wills. I, in my interactions, observed how his presence and his words could transform the mood of an entire collective, generating hope and a sense of belonging.
The intellectual relationship between Chávez and Fidel Castro was, without a doubt, one of the most influential partnerships in 21st-century politics. Castro, whom I consider one of the most intelligent men I have ever known, possessed an unmatched tactical and strategic acumen. His methodical, encyclopedic intellect complemented Chávez's more visceral and charismatic drive. The discussions between the two leaders, of which I was fortunate enough to witness fragments, were true masterclasses in geopolitics, history, and ideological strategy. Feeling “intellectually small” in his presence was not a sign of weakness, but a recognition of the magnitude of his thought. Castro provided Chávez with an ideological framework, a long-term vision, and a revolutionary praxis that had been refined over decades in Cuba. This intellectual symbiosis was crucial for the initial consolidation of the Bolivarian project, giving it a depth and ideological coherence that, otherwise, might have remained a mere populist movement.
The current political landscape in Venezuela presents a stark contrast to those years of fervor and purpose. In my view, Chavismo as an ideological project has disappeared, giving way to a mere parody of what it once was. The lack of seriousness in government management, economic inconsistencies, and confrontational rhetoric have undermined credibility both internally and internationally. I observe with concern how the current administration has adopted a pose of military defiance, with displays of militiamen and calls for a war confrontation with the United States. These declarations say very little about the consciousness of their leaders and, instead of projecting strength and sovereignty, they reveal a deep insecurity and, even worse, a lack of awareness of the catastrophic consequences that a military escalation could bring upon the Venezuelan people.
A government conscious of its responsibility to its citizens would never toy with the possibility of war, an event that would mean incalculable suffering. This bellicose rhetoric seems to me a regrettable strategy of distraction, a desperate attempt to divert attention from the serious internal problems facing the nation, such as hyperinflation, the scarcity of basic goods, and the massive exodus of its population. Unlike Chávez, who in his most confrontational moments maintained a clear strategic vision, the current leaders seem to be improvising, relying on grandiloquent gestures that lack the substance and genuine popular support of the past. The respect that Chávez cultivated has been transformed into fear, a farce of authority that is based on repression and not on the legitimacy of the vote or the genuine support of the people.
From my perspective, which aligns with the political logic that has characterized President Donald Trump, the U.S. government's reaction to Venezuelan rhetoric is understandable. "Trumpism" is not a simple ideology, but a pragmatic and transactional approach to international relations. It's based on the premise that traditional diplomacy and multilateral negotiations often fail, and the only way to ensure national security and interests is through a demonstration of power and a "strength through peace" posture. In this context, a public challenge from a militarily inferior nation is not interpreted as an act of bravery, but as a provocation that requires a firm response to avoid projecting weakness.
Personally, I believe that a war or an invasion by the Marines is highly improbable. History has taught me that U.S. military interventions, when they happen, are swift and decisive, designed to achieve specific goals with the least possible exposure. This reminds me of the Cuban Missile Blockade in 1962, which serves as a clear reminder of this doctrine. Back then, the U.S. response was a forceful measure that did not seek war, but rather deterrence and the fulfillment of a political objective (the withdrawal of the missiles). The current situation with Venezuela, while tense, does not reach the level of an existential threat that the missile crisis represented. Therefore, the American response has focused on economic sanctions and diplomatic pressure—tools more consistent with a deterrence strategy that seeks the collapse of the regime from within, without the need for a direct military conflict.
The figures of Donald Trump and, more recently, Nayib Bukele in El Salvador, have introduced changes of paramount importance in global and regional geopolitics, respectively. Both leaders, despite their differences, share a fundamental characteristic: they challenge the status quo and the norms that have governed foreign policy for decades. Trump, with his "America First" policy, questioned the usefulness of traditional alliances, unrestricted economic globalization, and military intervention in foreign conflicts. His approach was based on renegotiating trade agreements and a direct confrontation with perceived adversaries, rather than diplomatic containment. This paradigm shift has reconfigured global power relations, forcing nations and blocs to rethink their own strategies.
For his part, Nayib Bukele has emerged as a figure who challenges political orthodoxy in Central America. His "mano dura" (iron fist) approach against gangs has achieved tangible results in terms of security, which has resonated strongly with a population tired of endemic violence. However, his method has been criticized by human rights organizations and international actors. Bukele, like Trump, has shown a predilection for direct action and a disregard for institutional norms he considers ineffective.
The convergence of these two phenomena lies in their ability to act outside established protocols, appealing directly to popular will and using symbolic force to achieve their objectives. Both have redefined the notion of leadership, opting for decisiveness over caution. While their contexts are radically different, the lesson I draw from their actions is clear: traditional models of power are being challenged by a new generation of leaders who prefer pragmatism to ideology, and action to procrastination. This new global dynamic is what allows me to understand why the confrontational rhetoric of the current Venezuelan government is so ineffective and counterproductive. In a world where power is manifested directly and without pretense, the theater of war is a game that no one is willing to play and that only serves to demonstrate the weakness of those who propose it.
In closing, I reaffirm my initial thesis: the Bolivarian Revolution has transitioned from a project with exceptional vision and charisma to a lamentable parody of itself. The current leadership, lacking the intellectual stature and strategic vision of its founders, has resorted to empty and dangerous rhetoric that compromises the nation's stability. At the same time, the geopolitical landscape has been irreversibly altered by the emergence of leaders like Donald Trump and Nayib Bukele, who have shown that direct action and a disregard for political orthodoxy are powerful tools for achieving their goals. In this new world, empty threats have no place, and the farce of military confrontation only serves to highlight the fragility of those who promote it. It is for this reason that, in a rigorous analysis, I consider the possibility of a war or invasion to be remote. History has taught me that power manifests itself differently in every era, and in ours, strength is shown pragmatically, not through a theatrical war that only weakens the one who performs it.