La humedad se filtra a través de las paredes mohosas, impregnando el aire con un olor a tierra y olvido. La vela parpadea sobre mi mesa, proyectando sombras danzantes que se retuercen y alargan, como si quisieran cobrar vida. La pluma, fría y pesada en mi mano, se desliza sobre el papel, dejando un rastro de tinta negra que se asemeja a un río de oscuridad. El silencio es opresivo, interrumpido solo por el susurro del viento que se cuela por las ventanas tapiadas y el lejano gemido de las tuberías oxidadas.
Hoy, la odisea de nuestra película alcanzó nuevas cotas de lo macabro. El doctor Mendoza, una figura espectral vestida de negro, lidera este descenso a la locura con una determinación que me inquieta. Su rostro, pálido y anguloso, parece tallado en mármol, inmutable ante los horrores que nos rodean. Sus ojos, dos pozos de oscuridad, escudriñan el guion con una intensidad que me hace dudar de su cordura.
Con una precisión casi quirúrgica, Mendoza abrió su vieja maleta, un relicario de tecnología arcaica. Cámaras de fuelle, objetivos de cristal tallado, grabadoras de cinta que capturan los ecos del pasado. El oriental Macatangay, su sombra leal, lo asistió con una devoción que roza la idolatría. Su rostro, curtido por el sol y las inclemencias, reflejaba una preocupación creciente. "¿Dónde estará De Vil?", murmuró, su voz un eco en el silencio. "Las sirenas deben haberlo embelesado", respondí, recordando las leyendas que pueblan este lugar maldito. "En este lugar, cualquier cosa es posible", añadí, sintiendo un escalofrío helado recorrer mi espina dorsal.
Mis ojos, entrenados en el arte de la observación, captaron cada detalle: el polvo que danzaba en el haz de luz, las sombras que se alargaban y se contraían, las siluetas que se dibujaban en la penumbra. Una de ellas, más definida que las demás, se mantenía en el fondo, observándonos. No le presté atención, esperando que se desvaneciera como tantas otras apariciones. Pero esta vez, la presencia era diferente, más intensa, más palpable, como si un espectro nos acompañara en silencio.
Poco a poco, el elenco se reunió, cual almas convocadas a un aquelarre. María, la joven actriz de rostro angelical, llegó con la determinación de una guerrera. Su valentía era un faro en la oscuridad, una luz que desafiaba las sombras que nos rodeaban. Laura, la musa de ojos profundos, nos regaló su sonrisa, una promesa de esperanza en este escenario de desesperación. Juntas, estas dos mujeres encarnarían la lucha entre la luz y la oscuridad, el eterno conflicto entre el bien y el mal.
Mendoza y Macatangay, ajenos a la creciente tensión, continuaron preparando el equipo. Su preocupación por De Vil aumentó con cada minuto que pasaba. "¿Dónde estará?", se preguntaban, sus voces cargadas de ansiedad. Una hora después, los últimos miembros del equipo se unieron a nosotros, su llegada tardía un presagio de la tormenta que se avecinaba.
Y entonces, el techo se derrumbó. Una lluvia de escombros cayó sobre nosotros, amenazando con aplastar a Mendoza. Su agilidad felina lo salvó de la muerte, pero el susto nos paralizó, un recordatorio de la fragilidad de la vida. Los técnicos, temblando como hojas, escucharon un lamento, el llanto de un niño fantasma. Yo, con mi pluma en mano, anoté cada detalle, cada susurro, cada sombra que se proyectó sobre las paredes del viejo hotel.
Un grito desgarrador nos sacudió, un lamento que heló la sangre. Mendoza, con voz firme, nos tranquilizó, atribuyendo el sonido a los ecos de la calle. Pero la duda se había sembrado en nuestras almas, una semilla de temor que creció con cada minuto que pasaba.
Las horas transcurrieron lentamente, cual gotas de veneno que se filtraron en nuestras mentes. La filmación continuó, interrumpida por susurros, sombras y ruidos inexplicables. Al caer la noche, nos despedimos, sintiendo el peso de la oscuridad sobre nuestros hombros. Mendoza y Macatangay llamaron a De Vil, y este, finalmente, apareció, con una historia de sirenas y peligros sobrenaturales.
Mientras caminábamos, un hombre se unió a nosotros, un fantasma del pasado que trajo consigo historias de tragedias y maldiciones. El hotel, nos contó, era un lugar de muerte y desesperación, un escenario de horrores olvidados. Mendoza escuchó con atención, su alma sedienta de misterios.
El hombre se acercó a Mendoza, y le susurró al oído, cual un oráculo que revela secretos ancestrales. Le advirtió de los peligros que acechaban, de las sombras que se escondían en la oscuridad. Le instó a confiar en sí mismo, a rodearse de almas leales.
Regresé a mi habitación, un refugio de soledad y silencio. La luz de la vela parpadea, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. Me senté a mi mesa, y escribí estas palabras, un testimonio de los horrores que hemos presenciado. La pluma se deslizó sobre el papel, dejando un rastro de tinta negra, cual un río de oscuridad que fluye desde mi alma.
La noche se extendió, densa y ominosa. Los sueños fueron perturbados por pesadillas, visiones de rostros pálidos y ojos vacíos que nos observaban desde la oscuridad. El hotel, un laberinto de pasillos y habitaciones abandonadas, parecía cobrar vida, susurrando secretos inconfesables a través de las rendijas y grietas.
Al amanecer, la luz grisácea se filtró por las ventanas tapiadas, revelando la mugre y el deterioro del lugar. El equipo se reunió, cansado y sombrío, pero decidido a continuar la filmación. Mendoza, con su habitual determinación, nos guió a través de los pasillos oscuros, hacia el escenario de la siguiente escena.
La filmación transcurrió con una tensión palpable. Cada ruido, cada sombra, cada susurro, se magnificaba en nuestras mentes, alimentando el temor que nos atenazaba. Los actores, inmersos en sus personajes, parecían poseídos por los espíritus que habitaban el lugar. Sus voces resonaban en los pasillos, ecos de un drama que se desarrollaba más allá de la ficción.
Durante un descanso, me aparté del grupo para explorar el hotel. Los pasillos, laberínticos y oscuros, parecían extenderse hasta el infinito. Las habitaciones, vacías y polvorientas, conservaban vestigios de un pasado olvidado. En una de ellas, encontré un espejo antiguo, su superficie cubierta de polvo y telarañas. Al limpiarlo, vi mi reflejo, pálido y demacrado, con ojeras profundas que revelaban noches de insomnio.
De repente, una figura se materializó detrás de mí, en el reflejo del espejo. Un hombre alto y delgado, vestido con ropas antiguas, me observaba con ojos fríos y penetrantes. Su rostro, pálido y anguloso, me resultaba familiar, como si lo hubiera visto en sueños.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Me giré, pero no había nadie detrás de mí. El espejo, vacío, reflejaba solo mi imagen. La figura había desaparecido, esfumándose como un fantasma.
Regresé al grupo, con el corazón latiendo con fuerza. No le conté a nadie lo que había visto, temiendo que me tomaran por loco. Pero la imagen del hombre del espejo se quedó grabada en mi mente, una sombra que me perseguía en la oscuridad.
La filmación continuó hasta el anochecer. Al salir del hotel, sentimos un alivio palpable, como si hubiéramos escapado de una prisión. Mendoza, con su habitual estoicismo, nos despidió con un breve "hasta mañana".
De regreso a mi habitación, me sentí observado, como si alguien me siguiera en la oscuridad. Aceleré el paso, sintiendo el temor crecer en mi interior. Al llegar a mi puerta, me giré, pero no había nadie detrás de mí.
Entré en mi habitación, cerré la puerta con llave y corrí las cortinas. Encendí todas las luces, intentando ahuyentar la oscuridad. Pero la sensación de ser observado persistía, una presencia invisible que me acechaba en la sombra.
Me senté a mi mesa, y abrí mi diario. La pluma se deslizó sobre el papel, dejando un rastro de tinta negra, cual un río de oscuridad que fluía desde mi alma. Escribí hasta altas horas de la noche, intentando exorcizar el temor que me atenazaba. Pero la oscuridad seguía ahí, esperando pacientemente a que me rindiera al sueño.