¡La Muy Ilustre y Arcana Cofradía del Batín y la Zapatilla, señores, se complace en presentarles una historia digna del más grotesco sainete, un relato donde la literatura y la vida se entrelazan en un aquelarre de vanidades y miserias!
Y es que, ¿quién no ha oído hablar de la enemistad entre Góngora y Quevedo?
Dos monstruos de la palabra que se arrojaban versos como si fueran piedras, alimentando una rivalidad que ha trascendido los siglos y que hoy, gracias a las redes sociales, revive con más fuerza que nunca.
Pero la literatura española está repleta de estos duelos de egos, de estos combates a muerte donde el arma es la palabra y el premio es la gloria. Y entre todos ellos destaca el de Blasco Ibáñez y Valle-Inclán, dos escritores cuyas personalidades chocaban como dos trenes descarrilados.
Blasco Ibáñez, el novelista de masas, el que conquistó Hollywood con sus folletines convertidos en películas, era un hombre locuaz y presumido, un monologuista incansable que no dejaba hablar a nadie. Su verborrea era como un torrente desbocado que arrastraba a sus contertulios, dejándolos sin aliento y con la palabra en la boca.
Valle-Inclán, el dramaturgo genial, el creador del esperpento, el hombre manco y atravesado, observaba a Blasco Ibáñez con una mezcla de desprecio y envidia. No reconocía en él a ningún maestro, pero tampoco podía evitar sentir una punzada de celos ante su éxito fulgurante.
Y entonces, llegaba el momento del sarcasmo, del chiste negro, de la frase lapidaria que dejaba a Blasco Ibáñez sin habla. Como aquella vez en que, al enterarse de la noticia de su muerte, Valle-Inclán respondió con su característico humor macabro: "Ese Blasco ya no sabe qué hacer para llamar la atención".
¡Pero esta historia de odios literarios no termina aquí, señores!
Hay un capítulo oculto, una trama paralela que conecta a Valle-Inclán con mi bisabuelo, un cazador de tesoros mouros que compartió confidencias y aventuras con el genial dramaturgo.
Juntos recorrieron los caminos de Galicia, buscando vestigios de un pasado misterioso, rastreando leyendas de tesoros escondidos, descifrando mapas antiguos y pergaminos encriptados. Valle-Inclán, fascinado por las historias de mouros y encantamientos, encontraba en mi bisabuelo a un compañero de correrías, un confidente que entendía su pasión por lo oculto y lo fantástico.
Y así, mientras Valle-Inclán y Blasco Ibáñez se enfrentaban en un duelo de palabras, mi bisabuelo y él exploraban los rincones más remotos de Galicia, buscando tesoros materiales y espirituales, desentrañando los secretos de una tierra mágica y ancestral.
¡Ahora, años después, la Muy Ilustre y Arcana Cofradía del Batín y la Zapatilla, heredera de aquel espíritu de aventura y conocimiento, se reúne para honrar la memoria de Valle-Inclán y mi bisabuelo, dos hombres que supieron combinar la pasión por la literatura con la búsqueda de tesoros y el amor por la tierra!
Y mientras brindamos por ellos, con una copa de albariño en la mano y las pantuflas bien calzadas, recordamos aquella frase de Valle-Inclán sobre Blasco Ibáñez, y nos preguntamos si, en el fondo, no era más que una forma de llamar la atención, una manera de dejar su propia huella en la historia de la literatura.
¡Porque, al fin y al cabo, todos los escritores, como los cazadores de tesoros, buscan dejar un legado, una historia que contar, un recuerdo que perdure en la memoria de la humanidad!
¡Y Valle-Inclán, con su humor negro y su genio creativo, lo consiguió con creces!
¡Salud!