Último día de rodaje en el siniestro Hotel Abandono. Mendoza ya prepara sus siguientes escenarios, mas aún debe concluir las postreras escenas.
Atrapado en el tiempo, un lienzo destaca entre la penumbra. El polvo, cual sudario, apenas revela su imagen. Una araña, cual parca, recorre su marco con premura, pues acecha a su víctima en un rincón. La mosca, pobre alma, cae en su telaraña. Mientras la naturaleza, impía, reclama su dominio, un rugido estremece las entrañas del hotel.
"¿Qué ha sido eso?", inquirió el Oriental, con el temor pintado en su faz.
"No creo que sea un tigre", respondí, con una sombría sonrisa. Probablemente, desde las profundidades de este lugar maldito, algún espíritu osado anhele acercarse, mientras Cerbero, guardián de las sombras, marca sus dominios con un aullido espectral.
"¡Sigamos!", exclamó Mendoza, impaciente por no ceder al tiempo. Él mismo leía su guion con una admiración casi sacrílega, transmitiéndolo a los actores, quienes debían huir despavoridos por los largos y lúgubres pasillos de tan magna mansión. Y en lo más intrincado de lo ya escrito, de su propia mano, destacaba el momento más triste para la trama, pero el más romántico para su historia. El instante del abrazo con su amada, en esta narración, por supuesto.
El guion conduce a la joven María a comprender la historia de aquella lucha contra el mal, y por ello, la escena comprende una dulce mirada, un romántico abrazo y un apasionado beso, antes de su trágico desenlace.
Para ello, el equipo guardó un silencio sepulcral. Los técnicos dispusieron sus artilugios, Macatangay marcó la claqueta y el personaje de María se acercó al personaje de Mendoza.
Un ser demoníaco interrumpió la escena. Un demonio enchaquetado entró en la habitación y se enfrentó a los demás jóvenes. Entretanto, María quedó inmóvil, contemplando los azules ojos de Mendoza, paralizada en el tiempo como aquel viejo cuadro de la pared. Mendoza la miraba con ternura, el silencio se interrumpía por el latir de sus corazones, ajenos a toda actuación, danzando bajo la luz cálida de los focos. Sus rostros se acercaron, la respiración se entrecortaba, y las miradas no se separaban. Ella acercó su mano a su mejilla. Él acarició su piel con ternura. Sus labios se rozaron y en ese preciso momento, el Oriental se encargó de señalar el fin de la acción, exclamando "¡Corten!".
Todo había acontecido según el guion, mas la mirada entre ambos persistió...
Juan José, con un suspiro, se retiró la máscara del ser que interpretaba, el demonio que luchaba con los otros muchachos, y preocupado por el lienzo, tomó un paño y limpió el polvo acumulado. Con asombro, distinguió con claridad el retrato enmarcado: la musa Melpómene abrazando a Lucifer en una intrincada situación que jamás pudo ocurrir en ninguna mitología y que, de alguna manera, en aquella habitación estaba plasmada.
Quizá reflejando un idílico pasado, quizá un futuro por venir, o quizá el fruto del amor que surgía tras el rugido del guardián del inframundo en aquel preciso lugar. Un amor marcado en un guion... un guion destinado a liberar a la luz más bella de este Érebo impío. Y yo, Lord Marchen, testigo mudo de tan gran labor que resta por hacer gracias al rodaje que Mendoza se emprendió en hacer.
Y a los pies de tan bella imagen del cuadro, una leyenda que del latín pude traducir:
"No moriré del todo, pues me construí una obra más perenne que el bronce y más alta que las pirámides eternas. Renaceré en alabanzas y en justa soberbia, me coronaré con el laurel de Apolo."