DR. JOSE M. CASTELO-APPLETON
Desde la atalaya del siglo XXI, Europa se contempla a sí misma en un laberinto de espejos rotos, cada fragmento reflejando una faceta de su policrisis. Ya no es el faro de la Ilustración, sino un barco a la deriva en un mar embravecido, zarandeado por tormentas que ha contribuido a desatar. La arrogancia de la razón, el espejismo del progreso ilimitado, se desvanecen ante la cruda realidad de una civilización que ha excedido sus límites.
La piel de la Tierra, otrora generosa, ahora arde y se agrieta. El cambio climático, ese monstruo de mil cabezas, se manifiesta en sequías que devoran cosechas, inundaciones que engullen ciudades, olas de calor que siegan vidas. El Mediterráneo, cuna de culturas milenarias, se acidifica y se calienta, anunciando la muerte de ecosistemas enteros. Los glaciares, testigos silenciosos de la historia, se derriten, liberando no solo agua, sino también virus ancestrales y la promesa de un futuro incierto.
Pero la crisis ecológica no viaja sola. La acompañan sus hermanas gemelas: la crisis social y la crisis geopolítica. Las desigualdades se ensanchan, fracturando la cohesión social. La precariedad laboral, la exclusión, el auge de los populismos, son síntomas de una enfermedad que corroe el alma de Europa. Las ciudades se convierten en hervideros de frustración y desesperanza, donde el resentimiento fermenta y el odio se propaga como un virus.
En el tablero geopolítico, los peones se mueven con renovada agresividad. La sombra de la guerra, que creíamos desterrada, se proyecta sobre el continente. La invasión de Ucrania, un eco brutal de los horrores del siglo XX, resquebraja la ilusoria paz europea. La dependencia energética de Rusia, un cordón umbilical envenenado, revela la fragilidad de nuestra autonomía. El fantasma de la guerra nuclear, que creíamos dormido, se agita de nuevo, recordándonos la precariedad de nuestra existencia.
Esta policrisis, este laberinto de espejos rotos, no es un fenómeno aislado, sino el resultado de décadas de decisiones erróneas. La fe ciega en el crecimiento económico, la obsesión por el beneficio inmediato, la miopía de los líderes políticos, nos han conducido a este precipicio. Hemos sacrificado el futuro en el altar del presente, hipotecando el bienestar de las generaciones venideras.
En este crepúsculo de Europa, algunos claman por soluciones fáciles: muros que protejan de la inmigración, líderes fuertes que restablezcan el orden, combustibles fósiles que alimenten el progreso. Pero estas recetas son espejismos, bálsamos para un enfermo terminal. La verdadera solución reside en un cambio radical de paradigma, en una transformación profunda de nuestra forma de vida.
Necesitamos una economía que no devore los recursos naturales, sino que los regenere. Una economía circular, resiliente, justa.
Necesitamos una sociedad que no margine a los vulnerables, sino que los empodere. Una sociedad inclusiva, diversa, solidaria.
Necesitamos una política que no se subordine a los intereses cortoplacistas, sino que defienda el bien común. Una política transparente, participativa, responsable.
El eco neoliberalismo, esa corriente de pensamiento que combina la ecología con la justicia social, ofrece un camino posible. No es una utopía irrealizable, sino un conjunto de propuestas concretas: transición energética justa, agricultura ecológica, movilidad sostenible, renta básica universal, democracia participativa.
Pero el cambio no vendrá por decreto. Requerirá un esfuerzo colectivo, una movilización ciudadana sin precedentes. Requerirá que cada uno de nosotros asuma su responsabilidad, que cambie sus hábitos de consumo, que participe en la vida política, que defienda los valores de la solidaridad y la sostenibilidad.
El crepúsculo de Europa no tiene por qué ser el fin de la historia. Puede ser el comienzo de una nueva era, una era de sabiduría y responsabilidad. Podemos transformar el laberinto de espejos rotos en un jardín de esperanza, donde florezca una Europa más justa, más verde, más humana. Pero para ello, debemos tener el coraje de mirar a la verdad a los ojos, de reconocer nuestros errores, de abrazar el cambio.
El tiempo apremia. El futuro está en nuestras manos.